No Other Land, miedo y asco en Cisjordania: «Políticos alemanes me acusan de antisemitismo cuando mi familia fue asesinada por el antisemitismo alemán»

<p>Hay quien mantiene que la mayor aportación del cine a la cultura fue la invención del espectador de cine, inmóvil y a oscuras durante al menos una hora y media, abducido por una historia capaz de replicar la realidad hasta el mínimo detalle. <i><strong>No other land,</strong></i> de los directores <strong>Basel Adra y Yuval Abraham </strong>y recién estrenada en Filmin, es una de esas películas que trasciende los límites de su materialidad para proponer algo completamente diferente, quizá un espectador nuevo. Es película, sí, pero lo que muestra y el modo de hacerlo transforma al que mira probablemente para siempre. Decir de ella que es el mejor documental del año y de mucho tiempo antes y probablemente de mucho después se antoja vacío, apenas la descripción de un entusiasmo impostado que para nada se compadece con la enormidad de lo que relata. En realidad, antes que película, antes que cine, <i>No other land</i> es la materialización perfecta de un prolongado y casi eterno golpe de rabia. Estamos ante una irrefutable y despiadada crónica de sufrimiento, y también de injusticia, ante la brutalidad que todo lo destruye. <strong>Pero por encima de ello, estamos ante la más brillante y desoladora a la vez refutación de la idea del espectador inmóvil y en soledad que ha dado el cine reciente. </strong>Es cine para cambiarlo todo.</p>

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 Los directores Basel Adra, palestino, y Yuval Abraham, judío, son los directores del mejor documental del año, una disección del acoso a la familia del primero en Cisjordania por parte del gobierno y los conciudadanos del segundo  

Hay quien mantiene que la mayor aportación del cine a la cultura fue la invención del espectador de cine, inmóvil y a oscuras durante al menos una hora y media, abducido por una historia capaz de replicar la realidad hasta el mínimo detalle. No other land, de los directores Basel Adra y Yuval Abraham y recién estrenada en Filmin, es una de esas películas que trasciende los límites de su materialidad para proponer algo completamente diferente, quizá un espectador nuevo. Es película, sí, pero lo que muestra y el modo de hacerlo transforma al que mira probablemente para siempre. Decir de ella que es el mejor documental del año y de mucho tiempo antes y probablemente de mucho después se antoja vacío, apenas la descripción de un entusiasmo impostado que para nada se compadece con la enormidad de lo que relata. En realidad, antes que película, antes que cine, No other land es la materialización perfecta de un prolongado y casi eterno golpe de rabia. Estamos ante una irrefutable y despiadada crónica de sufrimiento, y también de injusticia, ante la brutalidad que todo lo destruye. Pero por encima de ello, estamos ante la más brillante y desoladora a la vez refutación de la idea del espectador inmóvil y en soledad que ha dado el cine reciente. Es cine para cambiarlo todo.

Cuenta Basel Adra que el nombre de la cinta aparece en una de las secuencias más crueles. Un joven palestino intenta impedir que el ejército israelí se lleve el generador eléctrico de la familia. Un soldado dispara a bocajarro sin que medie provocación. Como consecuencia de las heridas queda paralizado desde el cuello. Cuando le preguntan a la madre que cuida a su hijo las 24 horas del día por qué, a pesar de todo, no se va de ahí, la respuesta es escueta: «No tenemos dónde ir, no hay otra tierra». Y es en esa desolación, que también es aliento de vida, habita No other land.

Para situarnos, la película documenta la erradicación de manera persistente y sistemática, casi a cámara lenta, de los habitantes del poblado Masafer Yatta, en Cisjordania. Los soldados desplegados por el gobierno israelí derriban las casas y expulsan a sus habitantes. Basel Adra es un activista palestino que lleva años contando lo que pasa y contándose lo que le pasa. Él vive ahí. Y así hasta que un día conoce al periodista judío Yuval Abraham que viene del otro lado. A partir de ese momento, sin falsos moralismos ni gestos condescendientes, No other land narra con una crudeza desmedida y perfecta, la historia de ellos dos que cuentan lo que ocurre a la vez que cuenta lo que les ocurre. Importa tanto la claridad y el compromiso, como la casi insoportable sensación de culpa. El espectador, decíamos, es ya otra cosa.

«Imagino», dice Yuval, «que todo sería inútil si estuviéramos ante una historia local que solo afecta a unos pocos. En realidad, lo que pasa ahí, nos afecta todos, porque la injusticia es, o debería ser, universal. El ejercicio que se intenta desde mi gobierno es perverso. Se trata de deshumanizar a otro pueblo para que, al final, nada de los que les pase nos importe porque no son como tú y no puedes verte reflejados en ellos». Pausa. «Mi situación y la Basel no puede ser más desigual. Vivimos en dos sistemas jurídicos diferentes. Yo puedo moverme libremente y visitarle cuando quiera, pero él no puede visitarme porque vive bajo ocupación militar. Para nosotros, es una cuestión de resistencia fundamental. ¿Podemos seguir trabajando juntos por un futuro de igualdad y de justicia, a pesar de la extrema desigualdad entre nosotros que las organizaciones de derechos humanos llaman apartheid? Y la respuesta a esa pregunta es relevante para nosotros y para cualquiera en el mundo».

No other land discurre por la pantalla con la urgencia de la crónica de actualidad, pero, a medida que avanza, su forma de detenerse en la mirada se parece más al modo en que lo hacen los relatos eternos, quizá míticos, de resistencia ante el acoso, los de la ciudad asediada. No solo es una recuento de dramas y vidas rotas, sino que también es una detallada narración sobre la dignidad sin tiempo. «Nosotros», dice Basel, «resistimos. Lo llevamos haciendo durante mucho tiempo. Pero la diáspora cada vez es mayor. El año pasado decenas de familiar tuvieron que abandonar seis comunidades ante los ataques de los colonos judíos armados, no del ejército. La destrucción aumentó al mismo ritmo que la violencia de los colonos y la construcción de asentamientos. Para ellos, lo que está sucediendo en Gaza es una oportunidad. Se sienten más legitimados que nunca para el acoso y actúan sin ningún tipo de obstáculo».

El documental fue presentado en febrero en la Berlinale y allí empezó su gloria y su penitencia a la vez. Fue galardonado y sin duda ese honor le ha servido para colocarse de favorito de cara a todos los premios internacionales incluidos los Oscar, pero también sufrió las consecuencias del incendio permanente en que vivimos. El discurso de los dos directores al recibir el trofeo colocó a buena parte de la clase política alemana, y probablemente europea, ante el espejo de todas sus contradicciones. «Lo que ocurrió en Alemania», comenta Yuval, «me hizo enfadar. Es duro ver a políticos alemanes que te acusen de antisemitismo cuando la mayor parte de mi familia fue asesinada debido precisamente al antisemitismo alemán. Está claro que usan esa palabra para silenciarme. ¿Por qué soy antisemita? ¿Por estar en contra de la ocupación? ¿Por utilizar la palabra apartheid, que es la que utilizan todas las organizaciones internacionales? Sencillamente es vergonzoso».

Recuerda Yuval que los ataques no se quedaron ahí. «Desde luego mi situación no es comparable a la de Basel. No vivo bajo la ocupación, pero si siento el rechazo de mi sociedad. Febrero fue muy duro. Recibí todo tipo de amenazas de muerte. Una turba de gente de extrema derecha acosó a mi madre en su casa. En ese momento me asusté de verdad. Pero lo más duro para mí fue sentir que mi voz ya no podía oírse en la sociedad israelí. Ya antes del ataque terrorista de Hamas el 7 de octubre era difícil hablar de la ocupación y criticar al ejército israelí porque la sociedad israelí es muy conformista. Pero en los últimos 15 meses ha sido, diría yo, casi imposible. Y eso hasta cierto punto me hace sentir culpable…. Vale, hablo con periodistas en el extranjero y todos demuestran comprensión o, por lo menos, escuchan antes de discutir conmigo. Pero el trabajo realmente duro que tengo que hacer es relacionarme con mi propia sociedad… Y eso cada vez es más difícil, casi imposible».

Basel es el último en hablar: «El único valor de lo que hemos hecho es la verdad. Solo la verdad. Sí, la gente lo verá y se sentirá triste probablemente, pero ésa no es la idea. No es una película para dar pena. Es una película para cambiar, aunque solo sea un poco, lo que sucede. La injusticia no es un problema de unos pocos, la injusticia nos concierne a todos. También a los españoles». Un documental para transformarlo todo, el cine incluido.

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